"Ciertamente, ni la profesionalización de nuestras gentes nos ha redimido de nuestros padecimientos, quizás precisemos de algo más simple, pero más profundo. Tal vez sea el Ubuntu, la regla ética de los sudafricanos, por la cual se unificó a toda una nación. Nuestros males verán su final cuando entendamos el simple, pero poderoso principio del “Soy porque nosotros somos".
Esta semana de una manera muy sugerente se juntaron en mi escritorio dos textos que al parecer no tienen relación alguna. De hecho no la tienen. Sólo una serie de sucesos tan inquietantes como los ocurridos recientemente en la capital chocoana propició una sinergia inesperada entre ambos escritos. Los impresos a los que hago referencia son, por un lado, "Desarrollo y Libertad" del afamado economista Amartya Sen y "El hombre en Busca de Sentido" de Víctor Frankl. No se hagan una idea errónea frente a este último por su título, ya que en él, el psicólogo judío Frankl narra de una manera cautivadora (que no deja ser trágica) su experiencia de supervivencia en los campos de concentración de la Alemania Nazi.
Entre los muchos pasajes interesantes de este libro, hubo uno que captó particularmente mi atención, y del cual extraigo las siguientes líneas: “Mientras estos prisioneros comunes tenían muy poco o nada que llevarse a la boca, los "capos" no padecían nunca hambre; de hecho, muchos de estos "capos" lo pasaron mucho mejor en los campos que en toda su vida, y muy a menudo eran más duros con los prisioneros que los propios guardias, y les golpeaban con mayor crueldad que los hombres de las SS”. Para ser claros, es la figura del “Capo” que causa curiosidad, pues aunque éstos fungían como una especie de “administradores” en los campos de concentración, seguían conservando su condición de prisioneros judíos, sin embargo, solían ser más inhumanos y severos con sus correligionarios que los propios hombres de la Gestapo. Lo anterior es una situación que, desde todo punto de vista, infringe el sentido común y constituye un comportamiento de por sí paradójico.
Lo paradójico deviene en inquietante. Es por eso que en este punto de la reflexión cobra relevancia el otro texto a que hice alusión al comienzo de este artículo, en el que Amartya Sen afirma: “Cuanto mayor sea la cobertura de la educación básica y de la asistencia sanitaria, más probable es que incluso las personas potencialmente pobres tengas más oportunidades de vencer la miseria”. Si aplicamos a nuestra realidad las palabras usadas por Sen para diferenciar la pobreza de renta de la pobreza de capacidad, se podría deducir de una manera un poco desprevenida que, con la creación de nuestro departamento en 1947, la calidad de vida de los habitantes debería ir in crescendo, ya que siendo administradores de lo propio, las necesidades son más tangibles, y por ende, debería haber una mayor eficiencia en el uso de los recursos.
Sin embargo, la crisis socioeconómica e institucional que se vive en la actualidad no tiene precedentes. Con escándalos que van desde la malversación de recursos destinados a salud y educación, hasta hechos tan aberrantes como el caso de la comercialización de complementos alimenticios, destinados a niños de escasos recursos, que terminaron como insumo para el levante de cerdos, sólo por poner unos escasos ejemplos (de carácter estrictamente enunciativos). Pero la pregunta ahora es ¿a quién imputar esta debacle? Me temo que la problemática es tan mayúscula que toda una generación es partícipe. Esta es la Generación Paradójica, como la llamo; de ella hacen parte las personas nacidas en un periodo que abarca tres décadas, es decir desde 1950 a 1980, ésta generación fue en la que se produjo el primer éxodo educacional en el departamento, y la razón de llevar tan peculiar calificativo reside en que, aunque ellos encarnan la profesionalización del capital humano en el departamento, su rol ha sido sumamente perjudicial, pues ha contado con personajes tan nocivos que son comparables a los “CAPOS” de los que nos hablaba Frankl en sus relatos. Hay otros que no se les podría comparar con los “Capos”, pues no son “malos” en el sentido estricto de la palabra, pero fueron vencidos por la desidia y la indolencia.
Esta es la generación paradójica, fue la que nos dio ingenieros como nunca antes, pero alargó las distancias y nos dejó con una infraestructura paupérrima, o sin ella. La que nos obsequió más abogados, pero descompuso de tal manera la justicia que ésta fue convertida en un instrumento de desigualdad, pobreza e inseguridad. La que nos aportó más profesionales en salud, pero que convirtió los hospitales en morgues con apetito voraz. La que nos otorgó la Universidad, pero que convirtió a la educación en un símbolo de negocio, mediocridad, corrupción y tráfico de influencias. Y este, el más triste de todos los legados: dejó como herederos a una nueva generación aturdida y desorientada, la cual, ha tenido como mentores a la falta de oportunidades y el egoísmo; en términos socráticos es una generación que jamás ha tenido la oportunidad de ser esculpida y modelada. Esta última es la generación en riesgo de ser perdida; legataria del estigma de la corrupción y del descrédito de toda la nación, juzgada incluso antes de haber jugado su rol y presa fácil de los violentos.
Ciertamente, ni la profesionalización de nuestras gentes nos ha redimido de nuestros padecimientos, quizás precisemos de algo más simple, pero más profundo. Tal vez sea el Ubuntu, la regla ética de los sudafricanos, por la cual se unificó a toda una nación. Nuestros males verán su final cuando entendamos el simple, pero poderoso principio del “Soy porque nosotros somos”.